(Para ver la imagen en total calidad, aquí en Flickr)
Hacía tiempo que no sacaba fotos. Vuelvo a hacerlas de lo que siempre las hice: las míos muyeres, la señardá, ese espacio ficcional de la aldea de Vallouta que llena la obsesión personal y un libro de poesía que aún no ha logrado ganar ningún concurso. En general, mi fotografía se relaciona con mi poesía. Soy igual de amateur en ambas, igual de indisciplinada. Más intuitiva en la primera. Consecuente con el mismo sentimiento de compartir lo individual, si esto es capaz de hacernos indagar en lo que somos.
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Esto último semeja al objetivo que tuve al abrir este desván, y me recuerda a lo que se intentó debatir en el recital y coloquio en el que algunos poetas jóvenes participamos el pasado 16 de marzo en el Aula de Poesía de la Universidad. Una de las cuestiones por las que nos guió Javier García Rodríguez fue por la supuesta muerte de los blogs literarios. Cuando abrí este yo tenía diecisiete años y casi no conocía a nadie que leyera o escribiera poesía. Lo que más me gustaba era para mí, por entonces, casi un lujo solipsista. No me importaban tanto los lectores potenciales del blog, como abrir una suerte de alianza con quien lo leyera. Supongo que poco tiene que ver con esto la idea de reconocimiento poético, presencia en Internet o entrada en la guerrilla literaria (etiquetas que, por otra parte, una olvida con frecuencia).
La noción de desván, tan alejada frecuentemente del exterior y sinónimo de exilio personal, similaba a una casa de huéspedes nómadas, una apuesta por la comunicación en donde la propia idea de comunicación había quedado, al menos para mí, subvertida. Más cercana a la llamada de teléfono que al WhatsApp, al cuento que al microcuento. Eso me alejaba de los poetas de Twitter, de la propia comunicación con otros poetas, y de ciertas nociones "seudoposmodernas" de la literatura. Tal vez sea porque la vida no me cabe en un tuit que prefiera el delirio en forma de entrada o, en todo caso, el instante concreto de Instagram.
La noción de desván, tan alejada frecuentemente del exterior y sinónimo de exilio personal, similaba a una casa de huéspedes nómadas, una apuesta por la comunicación en donde la propia idea de comunicación había quedado, al menos para mí, subvertida. Más cercana a la llamada de teléfono que al WhatsApp, al cuento que al microcuento. Eso me alejaba de los poetas de Twitter, de la propia comunicación con otros poetas, y de ciertas nociones "seudoposmodernas" de la literatura. Tal vez sea porque la vida no me cabe en un tuit que prefiera el delirio en forma de entrada o, en todo caso, el instante concreto de Instagram.
Con la certeza de que mi vanguardia es la desfasada, esa que cree en la imaginación como forma de configurar la identidad personal sigo persistiendo. Perdonenme si en esta casa obsoleta luce a veces como aquella casa lóbrega y oscura del Lazarillo. Probablemente, todavía hoy, yo siga manteniendo una obsesión solipsista.
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