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sábado, 11 de diciembre de 2010

La juventud está escondida.

Es sábado de madrugada. Tras pegarme un atracón de palomitas recalentadas, me dejo caer sobre el colchón al más puro estilo Hollywood. La, como siempre, prometedora salida del fin de semana acaba de terminar.

Rememoremos. Después de estar tres horas y media preparándote en casa, sales a la calle y empieza a llover. Tu pelo, por colaborar, comienza a crecer en encrespado volumen, y es ahí cuando dedicas unas concisas palabras a tu maldita plancha y toda su eléctrica prole.
Tu amiga del alma se va a retrasar otra horita, pues ha invertido la tarde en decidir si falda rosa o blanca, y aún debe ducharse y cenar. «¡Y qué más da!», razonas con un ligero tic en el ojo izquierdo –es buena chica, pero el problema nunca ha estado en la falda–. Así que, por hacerte la independiente, te adentras en la primera calle a la derecha fingiendo buscar a tus colegas de siempre.
Tras unas dos horas, al fin estáis todos en el punto de encuentro, alguno visiblemente más animado que el resto, pues aprovechó para cargar la copita cuando tú te peleabas con el desafortunado alisamiento del pelo en el baño.
Decidís buscar un bar, y surgen las primeras tensiones: «Tíaaaaaaaaa, el buenorro del otro día me está mirando»; «home, ahora que tamos aquí, qué queréis movevos; «ta todo imposible pa entrar, eh. Y a mí me duele la punta del dedo gordo, ¡no te fastidia!».
Por el camino, se pierden siete de los diez que erais, pero da igual: tú estás donde querías, morros aparte. Dentro, mueves los ojos y da gracias, porque el de atrás está clavando su codo en tu zona lumbar, y el de delante te está sonriendo y contoneándose patéticamente. Por supuesto, tiene 45 años y es calvo.
Sales de allí roja como un tomate, con tres callos en cada pie, cuatro o cinco chinazos en el brazo y cierto complejo de cenicero público. Regresas con los siete extraviados de antes, para lo cual has tenido que cruzar cuarenta y ocho calles y veintidós plazas, malgastando parte del escaso tiempo de que disponías.
El móvil vibra. Es otra de tus amigas, esa que casualmente se ha acordado de ti porque le falta su novio apéndice, que se ha ido de casa rural. Contestar su llamada hubiera sido el detonante para aparecer en «Sucesos» a la mañana siguiente, y nunca te ha gustado llamar la atención.
A lo que íbamos. Allí te los encuentras tiritando de frío con su vaso de hielo coloreado y entonando un ya mítico «lolololooorolorololooo». Te cogen por el hombro, y a cantar la mongolada también, claro. En unos breves diez minutos, la que dirige el cotarro eres tú, motivada por haber visto a tu amor imposible con una rubia de bote de metro y medio y tacones de dos, colmándose de arrumacos y simples palabras selladas por sonoros y empalagosos besos. Los saludas con la manita como si nada, porque todo el mundo sabe que es agua pasada, ¿verdad?
Bien. Propones cambiar de ubicación, inocente de ti. Empieza la fiesta. A uno le pica la rodilla. La otra tiene que ir al servicio. Al de más allá se le antoja ir a la caza de la suelta de turno. El último se aburre y te mira con cara de cordero, como si fuese culpa tuya (¡encima!), y la rancia de siempre no se siente cómoda con ciertas personas. ¿Qué haces? Llamas al 112 para el del picor, guardas la cola del dichoso váter (con la asesina mirada del camarero, que sabe no tenéis intención alguna de consumir nada), acompañas a tu amigo detrás de Pamela Anderson y tiras de chistes de Lepe y comentarios sin sentido para el soso que nunca falla.
Acabas a las cinco de la mañana sujetando a los de siempre, y te sentirás aún más realizada cuando, pasado el efecto de las asquerosas sustancias que con paciencia y mimo se han tragado, agradezcan delante de tus narices haber encontrado aquella columna para apoyarse la noche anterior. Entre tanto, siguen surgiendo más y más parejas de churris y «caris babosos» mirándote con compasión.
Te han llamado, como mucho, Vodafone y tu padre, pero da igual: el móvil hay que abrirlo cada poco, que vean que no te dejan en paz, que estás súper agobiada.
Te queda media hora, así que decides largarte, decididamente, sola. ¿Ya te vaaas? ¡Pero si queda lo mejor! Las narices. Le dedicas el más dulce de tus gestos y te despides. Después de todo, siempre le faltó una patatina pal kilo.
Subes al taxi. Que si el frío, que si la crisis, que si el calentamiento global (que no me saque el tema del botellón, por favooor) y llegas al portal.
Se te han olvidado las llaves, al lado de la plancha del pelo. Llamas al timbre y contesta una voz tan familiar como cavernosa. Es tu madre. Te da un beso de absorción intensiva con el fin de catalogar el olor de tu chaqueta, y respiras aliviada al ver que las preguntas las prefiere aparcar para el almuerzo.
Ves la gloria al quitar los tacones de gala, y envidias a tu abuela, que duerme plácidamente con la teletienda de fondo y la dentadura en el vaso.
Te acuestas sin más, previo ritual de no desmaquillarte y encender la radio, para escuchar todas esas estúpidas canciones de amor y optimismo extremo, que juraría emiten a mala fe a esas horas, para que te sientas más ridícula todavía con tu bol de palomitas y el pijama granate de la XXL, que tu padre te compró para que no cogieses frío.
Sobra decir que te llevas en la cámara alrededor de trescientas cincuenta fotos de tu noche loca y desenfrenada, que repasarás a las seis de la mañana una y otra vez hasta agotar la batería.
Haces un pacto contigo misma por orgullo. Si se habla de lo de hoy, te lo has pasado genial y conocido a un montón de gente. Brutal, fantástico, inolvidable.
Quizá tengáis razón, queridos adultos. La juventud de hoy está perdida. O, por lo menos, a la mía no la encuentro.




Es agradable encontrarse con una Carta a La Nueva España de una gran amiga que te haga acordarte que aún queda gente que piensa. Belinda sube al Desván Azul y, con el humor que le caracteriza, habla de realidades del presente.

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