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jueves, 30 de agosto de 2012

Sobre cómo hablar de los sueños desde Calton Hill (II)


Veinte días sin leer son suficientes para que escribir se convierta en algo prescindible. Es una paradoja tener la necesidad de hacerlo cuando las manos frías no dejarán de estarlo por pisar las teclas.


Precisamente ahora pienso en ellas porque tocaron, en esos veinte días, la barra de un bar que olía como el Diario Roma, las cuerdas calientes de una guitarra que acababa de tocar You can't buy my love, el pasamanos de la escalera de la Galería Nacional, las hojas del otoño que ya es Water Of Leith, las teteras calientes de veinte mañanas y veinte tardes, tres bolígrafos que se suicidaron antes de escribir una palabra, las entradas para ver Oedipus, the hour en el Fringe, la cámara fotografiando el North Bridge, la pared de la casa del Dean Village donde incluso ellas soñaron vivir (un sillón de terciopelo junto a la ventana), la arena de la playa de Portobello mojada por la lluvia...

Y, sobre todo, unas manos frías que apuntaron al cielo desde Calton Hill con la certeza de que hablar de los sueños dolía, pero no tanto.

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