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lunes, 23 de mayo de 2011

La vida también es una sucesión de ausencias.



Naciste en 1914, un día de marzo, o eso decía tu DNI, porque por aquel entonces censar a los bebés no era una necesidad inmediata como ahora, que ha de hacerse en el momento (será esta maldita prisa por todo). Supongo que ese día llovería, como no es extraño en Asturias, y que no recibirías todos esos regalos que ahora te dan cuando naces. Dudo mucho que tuvieras una cuna bonita y que comieses esos potitos de Nestlé.
Siendo aún muy pequeño tuviste ese accidente en el brazo, que te lo dejó inmovilizado. Por aquel entonces, España estaba sumida en la Restauración: diciéndolo como de andar por casa, una España políticamente basada en el quítate tú que me pongo yo y viceversa.
Sin embargo, para cuando tú eras adolescente, ya había llegado la dictadura aquella, que no sería la última. Aunque por el medio, estaría la República. Y, desgraciadamente, la tremenda, mastodóntica y horrible guerra.
Antes de que comenzara esta última, tres de tus hermanos ya se habían tenido que ir rumbo a Buenos Aires: José, Antón y Juan realizarían viajes eternos. Os dejarían la sensación de haberlos mandado a una especie de Hades que, por otro lado, parecía guardar más esperanzas que la España de la época. De estos tres solo volverías a saber de José, los otros ya tenían vidas perpendiculares, desconocidas, para nada similares a la vuestra.
Tú te libraste de ir a aquel monstruo por tu brazo, ese que nunca querrías curar, aun teniendo la posibilidad, porque consiguió librarte de ir al frente. Pero, eso sí, la guerra la sufriste como nadie. Como tú mismo me contabas no hace ni tres meses, tendríais que abandonar vuestra casa. Nunca se me olvidará cómo me decías, abriendo tus grandes ojos como platos, que cuando os estabais yendo, ya estaban tirando tiros por La Camporra.
Allí, en Fontouria, aquel pueblo de la Ría Miranda al que os evacuaron, os recibieron muy bien; estabais con otros que, también tenían miedo, también se refugiaban. Vivisteis esa situación durante cuatro meses, tardaríais otros cuatro en volver a casa. Mientras tanto, viste morir a tu hermano en la guerra, también a tu cuñado; y tú, para solucionar un problema familiar y económico, tuviste que casarte con alguien a quien querías como amiga, pero no como esposa. Nadie te dio la oportunidad de elegir otra compañera de viaje. Tenías veintiséis años. Eras terco como una mula, pero de buen corazón, y por la familia siempre tiraste, por eso sentías cómo esas ausencias que se iban acumulando en su núcleo te rompían cada vez más por dentro.
Llegaría la segunda dictadura. Entonces solo teníais el apoyo diario del campo, la vida rural, algunas cartas del exilio.
Pasarían años sumidos en esos años de silencio, hasta llegar a los setenta. Cuando llegaría a vivir con vosotros tu nieta. Era una niña muy pequeña que en seguida tuvo que hacerse mayor también, y ser mártir de esas ausencias, de esas circunstancias. Y, sin embargo, lo dio todo por ayudaros, y fue de los más grandes apoyos. En otro pasar de los años, llegamos a los noventa, y a otra ausencia, esta vez tu hijo. El que todo lo sacrificaba por las labores del campo, por luchar por aquello que os había dado la vida. Ese hijo que la muerte, demostrando ser más certera que la vida, os arrebató tan joven.
Tú, a pesar de todo, ahí seguías. Cayeron muros, empezaron otras guerras. Luego creo que vine yo, pero que te voy a decir a ti, que ya lo habías visto todo, que ya eras la pura historiografía del siglo XX, y yo ni siquiera había visto la caída del comunismo, que estaba tan reciente.
Tú fuiste de lo primero que vi, y una de mis pocas compañías de los días de infancia. Ahora es el momento en el que los recuerdos irrumpen sobre las historias que otros me contaron. Y recuerdo… recuerdo tu mal carácter, pero también ese "esta neña sí que sabe organizase, no como vosotros, que vais a acabar con esta casa". Recuerdo ir a las ferias, y que me compraras cosas que eran más pa nenos, que pa nenas. Recuerdo verte cabruñando en el huerto ahí sentado, (hay tantas fotos de esto, afortunadamente…). Recuerdo cómo desayunabas jamón todos los días y lo rico que sabía el chocolate que me dabas una vez al mes, con mil pesetas, o con diez euros después. Recuerdo como fuiste caminando cada vez más lento pero nunca te paraste. No sé si era la fuerza de desayunar jamón durante tantos años todos los días o que, simplemente, eras duro Menéndez, eras muy duro. Vino un trombo, y otro, pero tú seguiste. Vino más tristeza (muchas veces mucha y muy grande), más necesidad de personas que no estaban, que estaban lejos, teníamos que apoyarnos unos en otros, pero tú aguantabas. De mi memoria tampoco se borrará ese “las familias son pa tar toos xuntos”.
Y, con mucha tristeza, recuerdo como en ese ya pasado verano de 2010, cómo tuve que anunciarte que había otra ausencia, esta vez la de tu hija. “Quedeme sin ninguno” me dijiste casi llorando, y tus palabras se me clavaron muy dentro, eran las palabras de alguien que había vivido mucho, que había sobrevivido tanto que había perdido a casi todos sus compañeros de viaje. “No, todavía quedamos algunos contigo”, te dije, pero, a decir verdad, una presencia ha de ser muy fuerte para llenar el espacio de una ausencia.
En el otoño te pusiste muy enfermo, y pensábamos que ya te ibas, que nos dejabas, pero no, conseguiste quedarte y me contaste tantas cosas que no sabía sobre esa terrible guerra que tú habías vivido. Y aún me quedaron tantas por preguntarte… Porque, viviste tanto, y…¡qué bien lo hiciste, Menéndez, qué bien lo hiciste!
Si hay una muestra, una huella de lo que fue esa Asturias ya casi inexistente, eres tú. El tiempo, el olor, incluso el color de esa época, podía conocerse solo con mirar tus arrugas, y qué fantástico era que, a pesar de todo, hubiese (casi) siempre una sonrisa.
La vida también es una sucesión de ausencias imborrables que vamos acumulando. Supongo que, para acabar, para decirte adiós de la única manera que yo sé, solo te puedo decir que gracias por hacerme ver que arrastrar esas ausencias es una de nuestras misiones mientras estamos aquí, y la mejor forma de hacerlo es siempre sonriendo, sin parar de recordar hasta que tus ojos se cierran para siempre.

Adiós, bulito, y no te olvides la esencia al partir.

3 comentarios:

  1. Me ha emocionado mucho el texto.
    Qué bonito, cercano, humilde, honesto... sincero. Tanto como la tristeza y el dolor que deja una ausencia. Pero el haberse ido, no debe superar el tiempo aquí, la experiencia y el saber hacer que hizo que quedase esa semilla sembrada para siempre (y que ya ve la luz).
    El señor Menéndez, allá donde esté, está orgulloso de ti y de haber cumplido su misión. Tanto, o más, como tú lo estás.
    No te sientas nunca vacía, ni coja... La esencia, el “alma”, también lo llevas dentro :)

    Levántate, y sonríe. Un abrazu, Raquel.

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  2. A mi también me ha emocionado, no puedo evitar acordarme de mi güelo, que todavía lo tengo conmigo, pero en la distancia... Y lo rápido que pasa sobre su piel el tiempo... 3 meses que paso sin verlo son como 3 años sobre él; Como te entiendo. Yo también lo veía cabruñar y hacer cestos... Y todavía a veces me cuenta historias de la guerra... Y también lo echo mucho de menos.

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  3. Jo, es un texto realmente bonito y muy sentido.

    Me has hecho llorar recordando a mi abuelo.

    Gracias. Siempre es bonito recordar a la gente que quieres y no está.


    Besitos.

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